Entre Generaciones
Este relato incluye referencias a abuso, violencia, discriminación y situaciones de vulnerabilidad extrema. Su contenido puede resultar sensible o perturbador para algunas personas.
Recomendamos discreción al leer y priorizar el cuidado emocional propio.
El rompecabezas que no cierra
Noches enteras sin dormir, rearmando todo en mi cabeza. Mil preguntas se repetían como un eco:
¿Por qué a mí?
¿Y si hubiera hecho esto?
¿Y si no hubiera pasado aquello?
Ir a trabajar con la mente saturada, vivir a café, energizantes y comida chatarra. Estrés, ataques de pánico, pastillas para dormir, ansiolíticos, diagnósticos. Volver a levantarme. Tomar impulso. Y después de un tiempo… volver a caer.
Otra vez el insomnio. Otra vez los sueños extraños. Otra vez el miedo. Así fueron mis 30 llenos de incertidumbre.
Hasta que un día, con la ayuda de un buen psicólogo, logré ponerle nombre al origen de todo. Lo que me atormentaba venía de mucho antes… de antes de que yo naciera.
Mi nombre es Fernanda.
Tengo 45 años, cuatro hijos. Estoy separada.
Y esta… es mi historia.
Nací en 1980. Mi madre ya tenía cinco hijos cuando llegué yo. Mi padre nos abandonó cuando apenas nacía.
Mi madre, Carmen, era analfabeta. Mi abuela Julia —su madre— me llevó a vivir con ella y su esposo (quien no era el padre de Carmen). Ellos me criaron como si fuera su hija.
Crecí sin afecto. Era una carga para mi abuela, a quien yo llamaba "mamá". Sufría esquizofrenia paranoide. Desde muy chica aprendí a sobrevivir, a valerme por mi misma.
Fui a un buen colegio, gracias a mi padre. Creo que me quería. Me compraba lo que necesitaba y me defendía de mi madre, que ya era agresiva. Pero él enfermó y falleció. Ahí todo se desmoronó.
Mi "madre" comenzó a tomar. Se volvió alcohólica. Me golpeaba. Dormía con miedo. Vivir con ella era vivir con el enemigo.
Una noche, borracha, intentó golpearme con una silla. Tomé algo de dinero de su caja y me escapé. Busqué refugio en casa de un compañero de colegio. Él se aprovechó de mi vulnerabilidad… y luego me echó.
Intenté volver a casa de mi madre biológica. Me recibió. Pero mi otra madre me buscaba, diciendo que le robé, jurando que me iba a castigar.
Viví un tiempo breve con Carmen. Eran muy pobres. Apenas comíamos. Mis hermanos no me reconocían como hermana. Yo era la extraña.
A los 15 años conocí a un hombre. Me enamoré. Me fui a vivir con él. Había abandonado el colegio. Nunca volví.
Con él me sentí protegida. Vivimos cinco años. Tuvimos una hija: Camila. Una niña hermosa que me cambió la vida.
Pero no podía trabajar. Tenía que cuidarla. Empezaron los problemas económicos, las peleas… Él se fue. Me dejó sola con la bebé.
A veces venía a verla. Pero no puedo explicar lo que sufrí en esos años.
Conseguí trabajo. Un lugar donde cuidaban de Camila. Fue una época durísima: pasé hambre, frío, miedo. Luché por mi hija. Si alguien me ofrecía un pancho, se lo llevaba a ella. Yo no comía.
Conocí personas buenas… y otras no tanto.
Cuando Camila tenía cinco años, conocí a un hombre maravilloso. Cuidaba de mi hija como un padre. Tuvimos otra niña: Verónica. Todo parecía mejorar.
Después llegó Jazmín. Ya eran tres hijas. Pero las cosas empezaron a cambiar otra vez.
El color comenzó a desvanecerse. Todo se volvió gris.
Yo luchaba por sostener una familia. Por darles una infancia distinta. Jamás les conté lo que yo había vivido.
Y entonces… una infidelidad.
Solo quien lo ha vivido entiende. Dormir con el enemigo. Revivir la traición. Me sentí culpable. Luché por perdonar. Quise salvar la relación. Él prometió cambiar. Yo le creí.
Seguimos adelante. Pensé: una infidelidad se puede superar.
Luego quedé embarazada otra vez. Esta vez, un varón: Bastián. Estaba feliz.
Aunque Camila ya cuidaba de sus hermanitas y ayudaba en casa, yo seguía trabajando. Quería poder con todo.
Hasta que un día, me desvanecí en el trabajo.
Desperté en el hospital.
Había perdido a mi bebé.
Salí con las manos vacías. El alma rota.
Caí en depresión. Pero esta vez fue diferente. Más honda. Más oscura.
Necesitaba ayuda. Solo recibí reproches. Nadie entendía que yo reprimía mi dolor. Crecí creyendo que todo era culpa mía. Minimizaron mi duelo.
Me sentía sola, en un pozo emocional.
Busqué ayuda. Conocí nuevas personas. Y también descubrí otra infidelidad.
Pero esta vez, no dolió igual. Esta vez… me pregunté:
¿Hacia dónde voy?
Y para responderlo, tuve que mirar hacia atrás:
¿De dónde vengo?
Sabía que mi madre me había parido y me había entregado a su madre.
Pero nadie me explicó por qué.
Solo sabía que nunca escuché una palabra de afecto.
Yo era el castigo de alguien más.
Y entonces, el rompecabezas comenzó a cerrarse:
Mi abuelo —el que me crió— había estado involucrado con mi madre biológica.
Yo fui el fruto de esa relación.
Mi abuela lo sabía.
Y por eso me llevaron con ellos: no para ayudar a Carmen, sino para ocultarme.
Por eso tanto odio. Por eso tanto silencio.
Y Carmen tampoco me buscó. Tal vez… porque tampoco fue querida.
Ella también fue hija no deseada. Fruto de una violación.
Mi abuela Julia la tuvo a los 14 años y la dejó con su madre en un pueblo.
Y se fue.
Entonces entendí: esta es una historia familiar que se repite.
Una cadena.
Un patrón.
Y ahora me pregunto:
¿Cómo corto con este karma?
¿Qué va a pasar con mis hijas?
¿Qué va a pasar conmigo?
A veces, los dolores más hondos no comienzan con nosotras.
Pero sí pueden terminar en nosotras.
Venimos al mundo con mochilas invisibles: traumas heredados, silencios que duelen más que los gritos, patrones que se repiten como una maldición.
Pero también llega un momento, si encontramos ayuda, valor y conciencia, en el que podemos mirar atrás y entender. No para culpar. Para sanar.
Yo no elegí dónde nacer ni cómo me criaron.
Pero sí puedo elegir cómo criar a mis hijas.
Ellas merecen una historia distinta.
Una donde el amor no se condicione.
Una donde no se calle el dolor.
Una donde el miedo no dicte el rumbo.
Una donde se abrace con ternura.
Miro a mis hijas, y a mi hijo —mi ángel que me acompaña—, y entiendo:
no todo está perdido.
Aún con todas mis heridas, soy capaz de amar de una manera nueva.
Sanar no es olvidar. Es comprender.
Y a veces, entender duele más que la herida.
Pero también… libera.
Porque cuando descubrimos de dónde venimos, podemos, por fin, elegir hacia dónde vamos.
Y yo elijo ir hacia mis hijas.
Por ellas.
Por mí.
Y por todas las que vinieron antes y no pudieron contarlo.
Julia fue despojada de su hogar.
Carmen, de su infancia.
Fernanda, de su identidad.
Y las hijas de Fernanda… están escribiendo su parte.
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